Semana Santa, semana de pasión, en la ciudad románica cuyas calles son testigo de excepción de las tallas más bellas y cuyas iglesias despiertan con el bullicio de sus gentes que vienen a adorarlas. Entre sus piedras centenarias se escuchan los tambores, los rezos y oraciones de penitentes y curiosos que contemplan a Cristo doloroso deambular fijando su mirada de misericordia en cada uno de ellos, rogando al Padre por su conversión.
Los gruesos muros de un seminario fueron también testigos de una semana de pasión particular. Acostumbrados a la oración y la penitencia, abrieron sus puertas a una familia nutrida de jóvenes y niños que traían la ilusión, la alegría y el amor fraterno. Los pasillos del claustro se dejaron mimar por las carreras, diálogos, confidencias y oraciones de sus nuevos moradores. Las salas se regocijaron con las enseñanzas y experiencias compartidas. Las capillas y oratorios, de cantos, plegarias y alabanzas. El sol que no brillaba fuera ardía en el interior de sus paredes restauradas y bellas.
Y Cristo en la Cruz derramando su sangre, dando vida, derrochando amor. Un amor que es capaz de cambiar la mirada y el corazón; de convertir en servicio y entrega cualquier egoísmo, cualquier resistencia y repugnancia. Un Cristo con el costado abierto, como las iglesias que abrieron sus puertas a nuestros oficios, la catedral, la ermita de Ricobayo, la iglesia de San Andrés, para que Él se hiciera presente entre nosotros y nos dijera como un susurro al oído: Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, que será derramada por vosotros. Y desde su Cruz nos seguía pidiendo que siguiéramos haciéndolo en su memoria.
Con su gracia y providencia reunió a varias familias alentándolas a continuar el camino de la redención, como laicos en marcha con sus pequeños granitos de arena, que son grandes esfuerzos por construir un reino de paz y justicia. Desde la Cruz, con mirada tierna, nos invitaba a seguirle a pesar del frío indiferente del mundo. Pero no podíamos quedarnos en la Cruz y por eso nos dio a María para que aprendiéramos de Ella. Nos dejamos inundar de su esperanza y le rezamos con devoción un rosario cuyo eco de sus avemarías recogieron los gruesos muros del claustro. Pues la Cruz es la antesala de la Resurrección y su sangre derramada es Vida que se nos otorgó. La tumba está vacía, pero nuestros corazones se llenaron de amor, esperanza y fe.
Como en un comedor comenzó esa historia de amor en la que Él se entregaba en favor de toda la humanidad, en un comedor pusimos punto y aparte a nuestros días especiales de Pascua dispuestos a entregarnos cada uno en sus familias, empresas, institutos, centros de salud y cualquier lugar en el que necesitara derramarse la sangre de Nuestro Señor. Pasamos unos días excepcionales, pues estuvimos al pie de la Cruz, junto a María y el discípulo amado. Y al abandonar el seminario nos quedó la sensación de que esas paredes de muros gruesos, esos pasillos, esas salas y capillas, echarían de menos la alegría de la familia de Santa María. Desde el coche, retornando la mirada a la altura del imponente edificio, el seminario nos despidió hasta el año que viene.
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